viernes, marzo 07, 2008

A ESE HOMBRE VIEJO CON ALAS ENORMES

Darwin Pinto Cascán
Soy escritor por timidez. Mi verdadera vocación es la del presdigitador, pero me ofusco tanto tratando de hacer un truco, que me he refugiado en la soledad de la literatura”, dijo alguna vez Gabriel García Márquez que antes, también por timidez y resignación, dejó el cine (aunque lo siguió apoyando) y se entregó al periodismo que le daba de comer y a la literatura que lo hacía gozar tal vez más que el ‘amor’ de las putas que le calentaban sus noches tristes en hotelitos de a peso y medio. García Márqueaz confiesa también que escribe para que lo quieran y hay que creerle: recién a los ocho años conoció a sus padres, tras la muerte del abuelo que lo había criado y que mientras se bañaban en el río Aracataca le enseñó esas piedras enormes como huevos de dinosaurios que el escritor no olvidaría jamás. Como costeño fanfarrón fue rechazado en la andinísima Bogotá; como latinoamericano en Francia, fue relegado al terriotiro de los parias; por su cara de argelino fue detenido por la gendarmería parisina; y como socialista en Nueva York, recibió amenazas de muerte... Su padre nunca le perdonó que deje la universidad y le haga pedazos sus sueños de tener un hijo abogado (¡comerás papel!, le gritó en la cara el viejo telegrafista, cuando el hijo le dijo que quería ser escritor). Sus amigos de derecha como Vargas Llosa lo repudiaron (y recibió un derechazo del peruano en el ojo por razones que nadie conoce a ciencia cierta) y tuvo que dejar Colombia por razones de seguridad. Pero aún cuando sus libros se tradujeron a todos los idiomas del mundo y cuando se suponía que sería feliz por el cariño de la gente, su soledad centenaria siguió ahí. La tristeza de su raza siguió ahí y siguió ahí el terror a la oscuridad que se le había desatado en los días de su infancia por las historias de su abuela, que describía a muertos sosteniendo las tripas con las manos. Pese a ser un hombre de éxito, fue incapaz de escapar de sus terrores internos y no pudo huir a la debilidad de despertar dando un grito en hoteles de Londres o Hong Kong. Así las cosas, Gabriel José de la Concordia García Márquez, cumplió 81 años el jueves pasado, nueve menos que el personaje de Las memorias de mis putas tristes, su última novela, en la que el susodicho hombre ficticio, el día que cumple 90 años, se regala una bravísima virginidad. Pese a su soledad de ya casi cien años, la fiesta de su sangre caribe hace que sus historias sepan a jugo de guayaba y suenen a vallenatos, por más que relate cuentos tan tristes como el de Cándida Eréndira y su abuela desalmada. Él ha escrito tanto y de él se ha escrito más, pero hay que reconocerle el haber usado para bien de las letras, la sombra de su abuelo materno veterano de mil guerras perdidas y el haber tenido los cojones (porque en serio, eso es lo que hace falta) para mandar al demonio la esperanza familiar de que él se convirtiera en un brillante abogado. Y sí, mandó al carajo el sueño paterno un día de estudiante universitario en que se metió al cuerpo su primera dosis de Kafka: y cuando Gregorio Samsa despertó, hallose convertido en un horrible escarabajo... “¡Carajo!, ¿ésto se puede hacer?” se preguntó el pobre costeño ahogado por las alturas bogotanas y entonces supo que quería ser escritor. Ahí empezó a gozar de la locura feliz de sus maestros (Faulkner, Williams, Wolf, Carpentier, Hemingway). Fue testigo de la caída de dictaduras en las que los europeos emigrados, hartos de guerras, huían a los sótanos, y los latinoamericanos subían a las azoteas felices de ver combates aéreos. Gabo vio todo eso y lo mostró en novelas hasta que él se convirtió en uno de sus personajes, ya que ahora es un patriarca en la plenitud de su otoño.

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